Por Guido Asencio Gallardo. 14.12.2020. A poco más de un año, tanto en Chile como en el resto del mundo han sucedido una serie de fenómenos que conllevan a una necesaria reflexión para aproximarse a conocer causas y efectos que repercuten tanto en personas como en organizaciones, transitando de una crisis social que reveló las carencias acumuladas por varias décadas de muchos chilenos y chilenas, para pasar a otra crisis sanitaria que demuestra que el país no estaba preparado (como ningún otro) para enfrentar la pandemia, develando que el centralismo constituye la principal piedra en el zapato para la toma de decisiones del gobierno, lo cual repercute fuertemente en el desenvolvimiento de la economía nacional y por su puesto a nivel local.
Qué duda cabe el hecho de que la crisis social (que no ha terminado aún) tuvo su génesis en la miopía de un modelo estructural que ha colocado todos sus esfuerzos en instalar una institucionalidad amplia y robusta, representada por el Estado, pero que se quiebra como una cascara de huevo cuando se toca en lo más mínimo, principalmente porque tal estructura se encuentra colmada de controles ineficientes, instituciones que están llamadas a ejercer funciones de vigilancia y fiscalización, centrando su estrategia burocrática en los segmentos más vulnerables del sistema, pero que cuando existen connotados casos que afectan a grupos de poder esconden la cabeza como una avestruz.
La crisis social en Chile era algo que se veía venir, eso hoy en día nadie lo discute, pero como el dicho popular manifiesta “todos quieren ser generales después de la guerra”, esto hace evidente encontrar en muchos de los análisis por diferentes miradas expertas. Lo cierto es que una de las bases en que se cimienta esta gran crisis está dada fundamentalmente por la desigualdad existente en nuestro país, donde uno de los efectos más reveladores se relaciona por el sistema económico imperante, el cual cimienta sus bases bajo la premisa de que iba haber un crecimiento sostenido que daría mejor calidad de vida a todas las personas, entregándole la posibilidad de a las grandes corporaciones de “planificar sus tributos”, para pagar menos impuestos, originalmente serviría para abogar por mayores beneficios a sus trabajadores, lo cual iba a ocurrir supuestamente de manera “automática”, por su parte el mercado se iba a encargar de permitir el “chorreo”, bajo la premisa que la intervención del Estado iba a ser innecesaria, debido a que la divina “mano invisible” propuesta por Adam Smith se encargaría de ajustar la distribución para todos.
Estos argumentos se caen por su propio peso, debido a que presentan grandes fallas desde su génesis, principalmente por su falta de eficiencia en los indicadores de crecimiento, centrando su análisis en un problema netamente matemático impulsado en gran medida por instituciones subnacionales como son: la OCDE, Banco Mundial, el FMI entre otras que promueven entre sus políticas un fuerte énfasis en la competitividad y el individualismo, resultando excesivamente instrumentales a la hora de hacer un análisis sobre la economía real, puesto que solamente incursionan en medir el acceso a bienes y servicios comparado con los ingresos familiares, pero en la vida cotidiana existen muchos otros factores que influyen en su desenvolvimiento, un ejemplo de ello es lo que propone Amartya Sen “basarse en las capacidades de las personas como indicadores de desarrollo”, esto cambia el paradigma, y de hecho ha servido para darle un giro copernicano a la forma de analizar la economía a nivel mundial, revindicando el rol del ser humano y añadiendo importancia a su relación con su entorno, incluyendo en su propuesta elementos como cultura, medioambiente, ciudadanía, entre otros que siempre debieron estar en la fórmula pero que hoy en día se dan cuenta de su gran importancia,
Otro aspecto revelador, está dado con la calidad democrática del país, profundizando elementos representativos por sobre todo, dejando de lado la participación real, esto se ve reflejado en el proceso constituyente que se encuentra en pleno desarrollo, donde se perdió la posibilidad de participación ciudadana con la promulgación de la “apurada” Ley de Reforma Constitucional a fines del 2019, dejando de lado una opción que la valide. Esto vinculado a la problemática social, se debe en claro que quienes salieron a las calles a exigir sus derechos en su generalidad fueron ciudadanos a pie, organizaciones sociales, gremios, más que los partidos políticos con sus representantes, no todos, pero en su gran mayoría representaban parte del problema fundamentalmente por su escasa conexión con la realidad de las necesidades. Sin embargo, hoy en día son los que se encuentran estableciendo estrategias para incidir en los procesos políticos que se vienen. Por lo pronto, una Constitución no es la panacea que resuelve todos los problemas de un país, pero si será necesario instaurar derechos irrenunciables que la actual no tiene, por lo que en este avance la discusión más importante será pasar de un Estado Subsidiario a uno de Derechos, lo cual conlleva una transformación trascendental para las futuras generaciones.
La creencia de que el nivel de votantes aumentó en el plebiscito de octubre pasado, responde solamente a una ilusión democrática, puesto que la cantidad de votantes del universo del padrón solamente alcanzó a un 50%, lo cual sigue siendo insuficiente para validar la democracia, por lo tanto, caer en la autocomplacencia de decir que fue un resultado ampliamente satisfactorio resulta algo delirante, queda la terea para los representantes políticos de hoy para que puedan trabajar por mejorar los índices de votación, para ello se debe trabajar por revindicar su rol en la sociedad, instalando temáticas que trasciendan en el tiempo, ocupándose en primer término por la población más vulnerable que cada día aumenta en términos de accesibilidad a servicios básicos, instalando como prioridad la consagración de la confianza pública que disminuye cada vez que se conocen los diversificados casos de corrupción que afectan a la clase política.
Otro de los aspectos que tienen una relación directa para avanzar hacia una mejor democracia, está dado por desarrollar mecanismos que garanticen una mayor inclusividad social, en esto la asociatividad de organizaciones y personas, requiere de la validación por parte del Estado, con la pandemia se ha visto que un sinnúmero de organizaciones de la sociedad civil busca espacios de interacción, negociación o convergencia, pero cada vez que generan algún tipo de acercamiento se encuentran con los clásicos muros de la burocracia weberiana que centraliza sus decisiones en un poder central.
En el plano económico están claras las señales de que el sistema capitalista tiene fecha de vencimiento, en éste ámbito el afán por crear crecimiento por crecimiento le ha pasado la cuenta a la gran mayoría de los países, Chile no es la excepción, será primordial pensar en el desarrollo que se requiere, el cual incluye aspectos que serán ineludibles para la toma de decisiones, tales como: sustentabilidad, un mayor respeto por las culturas y una descentralización real, permitiendo relevar el rol que cumplen los territorios para el desenvolvimiento equilibrado del país, se necesita una mirada “desde adentro”, reemplazando el centralismo que en términos platónicos “no deja ver el bosque” conformándonos siempre con “las sombras” representadas por las regiones.
Podemos estar de acuerdo que esta reflexión constituye solo una síntesis de la realidad chilena, en este sentido la enseñanza que puede quedar de todo esto, es que el paso por esta crisis sistémica mute hacia la exploración de nuevos paradigmas que busquen equilibrios entre lo racional y espiritual, que se puedan traducir en políticas públicas pensadas desde y para las personas en conjunto con su entorno natural y biológico, sabiendo que lo transitado hasta ahora sin lugar a duda dejará heridos en el camino, pero el sacrificio de todo lo vivido servirá para dilusidar nuevas oportunidades que ayudarán a valorar más lo que tenemos, tomando esta experiencia para alentar a las generaciones que vienen a no tener miedo a los dogmas que muchas veces no permiten realizar los cambios que se necesitan.
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